Nadie conoce el origen de Teotihuacan, la ciudad que fue una de las más pobladas de la Centroamérica precolonial. Lo único cierto es que en el corazón del valle de México
hay una cadena de construcciones monumentales, adornadas con perfiles
de seres monstruosos, entre las que destacan tres enigmáticas y altas
pirámides, justamente alineadas con la constelación de Orión.
Las ruinas son tantas y tan grandes, que los “especialistas” han calculado que allí trabajaron para construir todo el complejo más de 3.000 hombres durante treinta años.
Pero si tantos hombres trabajaron supuestamente en su construcción, ¿cómo es que no dejaran ninguna traza o indicio que sirva al menos para conocer el nombre original del lugar y para desentrañas su lengua que sigue siendo indescifrable?
Está compuesta de rayas y puntos, semejantes a los que utiliza otra gran cultura de la región, la olmeca, pero todavía no se han podido descifras sus mensajes.
Teotihuacan es el nombre que se le da a la que fue una de las mayores ciudades prehispánicas de Centroamérica, cuyos restos se encuentran al noreste del valle de México, aproximadamente a 45 kilómetros de distancia del centro de la ciudad de México. El topónimo es de origen náhuatl y fue empleado mucho tiempo después de su ocaso por los mexicas o aztecas, pero se desconoce el nombre que le daban sus habitantes, de quienes tampoco se conoce su filiación étnica.
En el siglo XIV, cuando los aztecas dominaron el valle de México, esta ciudad, a la que ellos denominaron Teotihuacan (“ciudad de los dioses” o “lugar donde fueron hechos los dioses”), hacía ya 600 años que había sido abandonada por sus primitivos y desconocidos moradores.
Su apogeo tuvo lugar entre los siglos III y VII, durante el llamado Periodo Clásico. En esa etapa, la ciudad fue un importante nodo comercial y político que llegó a cubrir una superficie de casi 21 kilómetros cuadrados, con una población de entre 100.000 y 200.000 habitantes, y su influencia llegaba a toda Mesoamérica. Su declive ocurrió en el siglo VII, en un contexto marcado por inestabilidad política, rebeliones internas y cambios climatológicos que causaron un colapso en toda el área. Por motivos aún no dilucidados, la decadente ciudad se colapsó súbitamente hacia mediados del siglo VIII. Eso da pie a un segundo interrogante, ya que nadie puede explicar, tampoco, la razón de ese éxodo masivo.
Al parecer, sus habitantes se esfumaron de golpe, como desintegrados por un rayo, tras un ataque de pueblos enemigos que incendiaron el norte de la ciudad. La mayor parte de los teotihuacanos se dispersaron por diversas localidades de la cuenca de México.
Por otra parte, también se sigue sin saber qué función concreta cumplían las pirámides de Teotihuacan, de dimensiones colosales, tan altas como las de Egipto.
Sólo se pueden hacer conjeturas o escudriñar viejas tradiciones orales en busca de algo que parezca una respuesta.
Una leyenda, por ejemplo, afirma que el valle estaba habitado, en tiempos remotos, por una raza de gigantes llegados del espacio. Fueron ellos los que erigieron esas pirámides, que no parecen hechas a medida del hombre. Otros mitos afirman rotundamente que las construcciones son obra de los viejos dioses de México.
Lo cierto es que este centro religioso es en buena medida indescifrable. Tiene algo menos de 24 kilómetros cuadrados y está enclavado sobre una meseta de 2.3000 metros de altitud. La espectacular pirámide del Sol fue descubierta en 1906 por el arqueólogo Leopoldo Baties, quien calculó que había sido construida en el siglo I de nuestra Era. Se eleva a unos 66 metros de altura y su base tiene 225 de lado. Una construcción en tamaño y presencia sólo comparable a la gran pirámide de Keops.
Se estima que se necesitaron ni más ni menos que 2,5 millones de toneladas de ladrillos cocidos para construirla.
A lo largo de la Avenida de los Muertos se encuentran las ruinas de la antigua ciudad. El pasado sobrevive con fuerza insospechada en estos restos de calles, plazas y pirámides de 10 a 12 metros de altura.
La Avenida cruza la Ciudadela cuadrangular, en cuyo sector oriental perdura el templo al dios Quetzacóatl, una pirámide con seis terrazas escalonadas. En ella, se ve una serie de impresionantes relieves de cabezas fantasmagóricas; entre ellos los que representan al propio Quetzacóatl (o Serpiente Emplumada), dios de la Sabiduría y el Viento y símbolo del matrimonio entre el Cielo y la Tierra, y el alusivo a esa Serpiente de Fuego que guía al Sol a lo largo de su viaje astral.
Junto a ellos, Tláoc, divinidad que encarna a la Lluvia. Antiguo dios de los toltecas (que la mayoría de los arqueólogos creen estaban emparentados estrechamente con los constructores de Teotihuacan), el dios Quetzacóatl fue compartido por las culturas posteriores.
Para los mexicas o aztecas, que dominarían la región siglos después de la caída de Teotihuacan, la Serpiente Emplumada era el dios del saber y patrón de los sacerdotes.
Expulsado mediante traición por el dios Huitzilopochtli, huyó hacia oriente por el mar, mientras juraba que volvería para vengarse de su derrota en el año de Ceacatl.
Según el calendario azteca, tal año podría haber sido 1363, 1467 o 1519. Y justamente al acercarse esta última fecha de produjo la llegada de los españoles comandados por Hernán Cortés, a quien los súbditos del emperador Moctezuma tomaron por la reencarnación de Quetzacóatl.
En 1971 se produjo, casi por casualidad, un descubrimiento intrigante teñido por las creencias en esas divinidades cósmicas: varios metros por debajo de la Pirámide del Sol se extiende una caverna de grandes dimensiones, que debió servir como centro ritual. Los indígenas que poblaban México antes de la llegada de los españoles consideraban a ese tipo de cavidades vientres de gestación en cuyo seno habían sido concebidos el Sol, la Luna y también los míticos antecesores del ser humano.
Pero, sin duda, lo más llamativo de esta magna pirámide es que en los dos días del año en que el sol alcanza el cenit y, por tanto, no proyecta sombra alguna, se oculta precisamente detrás del frontispicio de esta gran pirámide.
¿Cómo explicar tanta coincidencia, como no sea porque los constructores de estos enormes monumentos, hayan sido gigantes, dioses u hombres, disponían de grandes nociones astronómicas?
Otro dato a en favor de esa tesis es que en medio de esa baja plataforma, de unos 400 metros de lado, que sustenta el cuadrángulo de la Ciudadela, se yergue una elevación a la que debe accederse mediante cuatro escalinatas de 13 peldaños cada una: una clara referencia a los 52 años del siglo indígena.
El misterio no sólo perdura, sino que parece acrecentarse día a día entre estos vestigios que atraen a millares de turistas y estudiosos. Baste citar que cuando una comisión científica puso al descubierto la Pirámide del Sol, encontró en cada uno de sus ángulos el esqueleto de un niño pequeño que miraba en la dirección señalada por sus vértices.
También trascendió el relato de los conquistadores españoles de que sobre la pirámide se elevaba una inmensa estatua de piedra monolítica, totalmente recubierta con láminas de oro, que representaban al Dios de la Luz, Tenocatencitli. Los soldados de Hernán Cortés la robaron, y más tarde el ídolo fue destruido por el obispo de México, monseñor Juan de Zumárraga, que temía las “malas influencias de esa deidad pagana”. Los indígenas mexicanos están persuadidos de que los daños infligidos al Dios de la Luz acarrearon su decadencia y que tanto mal ha de ser expiado todavía, a lo largo de incontables generaciones.
Sin duda, en su conjunto, este fascinante centro arqueológico-teológico representó una de las más brillantes creaciones del Nuevo Mundo. El fruto hoy aún visible de una civilización que destelló en todo su apogeo hacia la misma época en que Europa era azotada por las invasiones bárbaras y que supo lo suficiente de los enigmas celestes como para edificar la Pirámide de la Luna con una orientación coincidente con el Meridiano magnético, y que además se las ingenió para que la línea entre los centros de ambas pirámides brinde, con absoluta exactitud, la dirección del meridiano astronómico.
Ahora, en Teotihuacán sólo habitan los fantasmas de un pasado secreto, empeñados en guardar celosamente los restos de esa ciudad misteriosa, donde los hombres vivían al lado mismo de los dioses. O, tal vez, de hacer caso a las leyendas, donde se convertían en dioses.
Fuente: http://granmisterio.org/2014/05/30/teotihuacan-un-misterio-absoluto/
El ingeniero Hugh Harleston descifró el increíble conocimiento científico de los constructores de Teotihuacán, que se adelantó en 2.000 años al europeo. Dedujo que los antecedentes de este conocimiento, se remontaban 18.000 años atrás, y que algunos de sus cálculos matemáticos, debieron haberse hecho el año 8239 AEC... Los Teotihuacanos no solo conocían perfectamente el tamaño de la Tierra y la distancia entre los planetas, sino también la velocidad de la luz.
Las ruinas son tantas y tan grandes, que los “especialistas” han calculado que allí trabajaron para construir todo el complejo más de 3.000 hombres durante treinta años.
Pero si tantos hombres trabajaron supuestamente en su construcción, ¿cómo es que no dejaran ninguna traza o indicio que sirva al menos para conocer el nombre original del lugar y para desentrañas su lengua que sigue siendo indescifrable?
Está compuesta de rayas y puntos, semejantes a los que utiliza otra gran cultura de la región, la olmeca, pero todavía no se han podido descifras sus mensajes.
Teotihuacan es el nombre que se le da a la que fue una de las mayores ciudades prehispánicas de Centroamérica, cuyos restos se encuentran al noreste del valle de México, aproximadamente a 45 kilómetros de distancia del centro de la ciudad de México. El topónimo es de origen náhuatl y fue empleado mucho tiempo después de su ocaso por los mexicas o aztecas, pero se desconoce el nombre que le daban sus habitantes, de quienes tampoco se conoce su filiación étnica.
En el siglo XIV, cuando los aztecas dominaron el valle de México, esta ciudad, a la que ellos denominaron Teotihuacan (“ciudad de los dioses” o “lugar donde fueron hechos los dioses”), hacía ya 600 años que había sido abandonada por sus primitivos y desconocidos moradores.
Su apogeo tuvo lugar entre los siglos III y VII, durante el llamado Periodo Clásico. En esa etapa, la ciudad fue un importante nodo comercial y político que llegó a cubrir una superficie de casi 21 kilómetros cuadrados, con una población de entre 100.000 y 200.000 habitantes, y su influencia llegaba a toda Mesoamérica. Su declive ocurrió en el siglo VII, en un contexto marcado por inestabilidad política, rebeliones internas y cambios climatológicos que causaron un colapso en toda el área. Por motivos aún no dilucidados, la decadente ciudad se colapsó súbitamente hacia mediados del siglo VIII. Eso da pie a un segundo interrogante, ya que nadie puede explicar, tampoco, la razón de ese éxodo masivo.
Al parecer, sus habitantes se esfumaron de golpe, como desintegrados por un rayo, tras un ataque de pueblos enemigos que incendiaron el norte de la ciudad. La mayor parte de los teotihuacanos se dispersaron por diversas localidades de la cuenca de México.
Por otra parte, también se sigue sin saber qué función concreta cumplían las pirámides de Teotihuacan, de dimensiones colosales, tan altas como las de Egipto.
Sólo se pueden hacer conjeturas o escudriñar viejas tradiciones orales en busca de algo que parezca una respuesta.
Una leyenda, por ejemplo, afirma que el valle estaba habitado, en tiempos remotos, por una raza de gigantes llegados del espacio. Fueron ellos los que erigieron esas pirámides, que no parecen hechas a medida del hombre. Otros mitos afirman rotundamente que las construcciones son obra de los viejos dioses de México.
Lo cierto es que este centro religioso es en buena medida indescifrable. Tiene algo menos de 24 kilómetros cuadrados y está enclavado sobre una meseta de 2.3000 metros de altitud. La espectacular pirámide del Sol fue descubierta en 1906 por el arqueólogo Leopoldo Baties, quien calculó que había sido construida en el siglo I de nuestra Era. Se eleva a unos 66 metros de altura y su base tiene 225 de lado. Una construcción en tamaño y presencia sólo comparable a la gran pirámide de Keops.
Se estima que se necesitaron ni más ni menos que 2,5 millones de toneladas de ladrillos cocidos para construirla.
A lo largo de la Avenida de los Muertos se encuentran las ruinas de la antigua ciudad. El pasado sobrevive con fuerza insospechada en estos restos de calles, plazas y pirámides de 10 a 12 metros de altura.
La Avenida cruza la Ciudadela cuadrangular, en cuyo sector oriental perdura el templo al dios Quetzacóatl, una pirámide con seis terrazas escalonadas. En ella, se ve una serie de impresionantes relieves de cabezas fantasmagóricas; entre ellos los que representan al propio Quetzacóatl (o Serpiente Emplumada), dios de la Sabiduría y el Viento y símbolo del matrimonio entre el Cielo y la Tierra, y el alusivo a esa Serpiente de Fuego que guía al Sol a lo largo de su viaje astral.
Junto a ellos, Tláoc, divinidad que encarna a la Lluvia. Antiguo dios de los toltecas (que la mayoría de los arqueólogos creen estaban emparentados estrechamente con los constructores de Teotihuacan), el dios Quetzacóatl fue compartido por las culturas posteriores.
Para los mexicas o aztecas, que dominarían la región siglos después de la caída de Teotihuacan, la Serpiente Emplumada era el dios del saber y patrón de los sacerdotes.
Expulsado mediante traición por el dios Huitzilopochtli, huyó hacia oriente por el mar, mientras juraba que volvería para vengarse de su derrota en el año de Ceacatl.
Según el calendario azteca, tal año podría haber sido 1363, 1467 o 1519. Y justamente al acercarse esta última fecha de produjo la llegada de los españoles comandados por Hernán Cortés, a quien los súbditos del emperador Moctezuma tomaron por la reencarnación de Quetzacóatl.
En 1971 se produjo, casi por casualidad, un descubrimiento intrigante teñido por las creencias en esas divinidades cósmicas: varios metros por debajo de la Pirámide del Sol se extiende una caverna de grandes dimensiones, que debió servir como centro ritual. Los indígenas que poblaban México antes de la llegada de los españoles consideraban a ese tipo de cavidades vientres de gestación en cuyo seno habían sido concebidos el Sol, la Luna y también los míticos antecesores del ser humano.
Pero, sin duda, lo más llamativo de esta magna pirámide es que en los dos días del año en que el sol alcanza el cenit y, por tanto, no proyecta sombra alguna, se oculta precisamente detrás del frontispicio de esta gran pirámide.
¿Cómo explicar tanta coincidencia, como no sea porque los constructores de estos enormes monumentos, hayan sido gigantes, dioses u hombres, disponían de grandes nociones astronómicas?
Otro dato a en favor de esa tesis es que en medio de esa baja plataforma, de unos 400 metros de lado, que sustenta el cuadrángulo de la Ciudadela, se yergue una elevación a la que debe accederse mediante cuatro escalinatas de 13 peldaños cada una: una clara referencia a los 52 años del siglo indígena.
El misterio no sólo perdura, sino que parece acrecentarse día a día entre estos vestigios que atraen a millares de turistas y estudiosos. Baste citar que cuando una comisión científica puso al descubierto la Pirámide del Sol, encontró en cada uno de sus ángulos el esqueleto de un niño pequeño que miraba en la dirección señalada por sus vértices.
También trascendió el relato de los conquistadores españoles de que sobre la pirámide se elevaba una inmensa estatua de piedra monolítica, totalmente recubierta con láminas de oro, que representaban al Dios de la Luz, Tenocatencitli. Los soldados de Hernán Cortés la robaron, y más tarde el ídolo fue destruido por el obispo de México, monseñor Juan de Zumárraga, que temía las “malas influencias de esa deidad pagana”. Los indígenas mexicanos están persuadidos de que los daños infligidos al Dios de la Luz acarrearon su decadencia y que tanto mal ha de ser expiado todavía, a lo largo de incontables generaciones.
Sin duda, en su conjunto, este fascinante centro arqueológico-teológico representó una de las más brillantes creaciones del Nuevo Mundo. El fruto hoy aún visible de una civilización que destelló en todo su apogeo hacia la misma época en que Europa era azotada por las invasiones bárbaras y que supo lo suficiente de los enigmas celestes como para edificar la Pirámide de la Luna con una orientación coincidente con el Meridiano magnético, y que además se las ingenió para que la línea entre los centros de ambas pirámides brinde, con absoluta exactitud, la dirección del meridiano astronómico.
Ahora, en Teotihuacán sólo habitan los fantasmas de un pasado secreto, empeñados en guardar celosamente los restos de esa ciudad misteriosa, donde los hombres vivían al lado mismo de los dioses. O, tal vez, de hacer caso a las leyendas, donde se convertían en dioses.
Fuente: http://granmisterio.org/2014/05/30/teotihuacan-un-misterio-absoluto/
El ingeniero Hugh Harleston descifró el increíble conocimiento científico de los constructores de Teotihuacán, que se adelantó en 2.000 años al europeo. Dedujo que los antecedentes de este conocimiento, se remontaban 18.000 años atrás, y que algunos de sus cálculos matemáticos, debieron haberse hecho el año 8239 AEC... Los Teotihuacanos no solo conocían perfectamente el tamaño de la Tierra y la distancia entre los planetas, sino también la velocidad de la luz.
0 comentarios:
Publicar un comentario